Tengo una diminuta cocina en un diminuto departamento pero es toda roja, caprichosamente ha ido eligiendo su color. No hay puertas que la separen de los demás espacios, por lo tanto es el centro de la casa. La reina roja que decide los olores y los sabores de nuestros días.
Poco a poco hemos ido comprando los utensilios necesarios e innecesarios para cocinar. Trastos de formas distintas y aparatos con varias velocidades. Hemos elegido meticulosamente nuestros cuchillos para cebolla, nuestro rallador de queso, el salero y el pimientero (los amamos tanto que los hemos recomprado varias veces para regalarlos).
La última compra fue un horno eléctrico. Me tardé varias semanas para atreverme a usarlo: sólo tosté unos baguels, después hice carnes. verduras, soufflés.
Nuestro primer intento de postres no resultó, no salieron los cupcakes de zanahoria con los que quería sorprender a M. Renard. Quedaron crudos, después para el cumpleaños de J. el caballo que horneamos quedó hermoso pero tan duro que era imposible meterle el diente y entonces empezamos a pensar que el horno estaría embrujado. Ningún pastel se hornearía.
Y sin querer el horno empezó a ocupar nuestros pensamientos, nuestras conversaciones. Mi madre sugirió paciencia y comprensión los hornos son como los gatos, hay que aprender a conocerlos, a entender sus ritmos y sobretodo su temperamento. Al parecer nuestro horno era bilioso, se enardecía con demasiada rapidez.
La preocupación fue tal que en un día hablando con una de mis amigas, decidimos desencantarlo. La cita sería un domingo a las 17 horas.
Contábamos con la receta infalible, A. traía sus experimentadas manos y moldes para hacer panquecitos. Le tocó la parte más difícil porque tuvo que pelearse con 250g de mantequilla y con mi torpeza. La emoción era tan grande que sólo lograba parlotear alrededor de ella.
No sé en qué consistió que las cosas salieran de maravilla, creo que fue el conjunto de las manos mágicas de A. nuestro entusiasmo, nuestras risas, nuestro cuidado (y sí también mis tropiezos) tal vez fue el aceite de mejillones que se desparramó y que la mantequilla voló incrustándose en toda clase de vidrios y muebles, pero en 20 minutos los panquecitos se "veían y olían delicioso".
Estuvimos hablando hasta las 3 de la mañana, absortas en el tiempo de los encantamientos, sin importarnos el trabajo del día siguiente.
El horno se relamía los bigotes de horno mientras se iba enfriando.
En casa se hornean pasteles los domingos, rodeados de amigos y la reina roja nos reserva las mejores texturas y los mejores sabores. La felicidad de la vida hecha a mano.